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Probablemente el modo más adecuado de ponerle fin a este libro sea mencionando el caso de Sophia Karpai, jefa de una unidad cardiológica en el hospital Kremlin a fines de los cuarenta. Su acto, lo opuesto a la elevación perversa de uno mismo a instrumento del gran Otro, merece ser llamado un auténtico acto ético en el sentido lacaniano. La mala suerte quiso que fuera ella quien le tomara dos electrocardiogramas a Andréi Zhdánov, el 25 de julio de 1948 y el 31 de julio, días antes de la muerte de Zhdánov. El primer electrocardiograma, tomado después de que Zhdánov mostrara síntomas cardíacos, no fue concluyente (no podía confirmarse ni excluirse la posibilidad de un infarto), mientras que el segundo mostró sorpresivamente un cuadro más favorable (el bloque atrioventricular había desaparecido, una clara indicación de que no había ningún infarto). En 1951 fue arrestada bajo el cargo de, en acuerdo con otros médicos que habían tratado a Zhdánov, haber falsificado datos clínicos eliminando las claras señales de que había habido un infarto, lo que privó a Zhdánov de los cuidados especiales requeridos por una víctima de infarto. Después de haber sufrido un duro tratamiento, que incluía brutales castigos físicos en forma continuada, el resto de los doctores acusados confesó. "Sophia Karpai, a quien su jefe Vinogradov ha descrito como nada más que 'una simple persona de la calle con la moral de un pequeñoburgués', fue encerrada en una celda helada y privada de la posibilidad de dormir para obligarla a confesar. No confesó" [Jonathan Brent y Vladimir P. Naumov, Stalin's Last Crime]. El impacto y el significado de esta perseverancia resulta incalculable: su firma habría servido para dar la puntada final al caso de la "conspiración de los médicos" que la fiscalía trataba de probar, activando un mecanismo que, una vez puesto en marcha, habría significado la muerte de cientos de miles de personas, incluso tal vez una guerra en Europa (según el plan de Stalin, la "conspiración de los médicos" permitía demostrar que las agencias de inteligencia occidentales habían tratado de asesinar a líderes soviéticos, proporcionando una excusa para atacar Europa Occidental). Karpai resistió el tiempo suficiente hasta que Stalin entró en coma, después de lo cual fue inmediatamente sobreseída. Su heroísmo fue clave en la serie de detalles que, "como granos de arena en los engranajes de una enorme máquina puesta en movimiento, evitó otra catástrofe en la sociedad soviética y en la política en general, y salvó la vida de miles de personas inocentes, sino de millones" [ibíd].
Esta simple perseverancia en contra de toda esperanza es la madera de la que está hecha la ética. O, como escribió Samuel Beckett al final de esa obra maestra de la literatura del siglo XX que es El innombrable ‒una saga de pulsión que persiste bajo el disfraz de un objeto parcial muerto-vivo‒: "en el silencio no se sabe, hay que seguir, no puedo seguir, voy a seguir".

Slavoj Zizek (2006), "Lacan como lector de Mohammed Bouyeri" en Cómo leer a Lacan, Paidós, 2008, pp. 126-127