Antaño había cierta conversión del condendo en un héroe. Las ejecuciones con hacha remitían a la teoría de los dos cuerpos del rey, y, por un momento, el supliciado podía identificarse con un monarca cuya cabeza era violentamente separada del cuerpo. En la historia de la pena de muerte se pasó del goce inmoderado que producía el espectáculo del suplicio a la supresión del dolor (la guillotina), luego de ésta a la eliminación de las huellas del pasaje. Se desterró la escena directa de la ejecución, aunque seriamente se piense en reestablecerla por el sesgo de la televisión, lo que muestra por otra parte que el voyeurismo y el exhibicionismo no reconocen ningún límite. Pero sobre todo, el acto de dar la muerte tiende hoy a borrarse en provecho de un cuidado paliativo y por tanto de una desaparición del horror que acompaña por fuerza a la ejecución. De alguna manera, se tiene verguenza de la violencia de la ejecución.
Élisabeth Roudinesco en Jacques Derrida y Élisabeth Roudinesco, Y mañana, qué..., Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2003, p. 168