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En la concepción del mundo propia del judaísmo y de la cristiandad no existen acontecimientos arbitrarios. Todos los acontecimientos forman parte del plan de una deidad justa, buena, providencial; toda crucifixión debe ser coronada con una resurrección. Todo desastre o calamidad debe ser entendido como camino a un mayor bien, o como el castigo justo, adecuado y plenamente merecido por el que lo sufre. Esta adecuación moral del mundo sostenido por la cristiandad es, precisamente, lo que niega la tragedia. La tragedia afirma que hay desastres que no son enteramente merecidos, que en el mundo hay una injusticia esencial.

Susan Sontag (1963), "La muerte de la tragedia" en Contra la interpretación y otros ensayos, Buenos Aires, Debolsillo, 2008, p. 179