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Nos gusta que nuestra vida esté reglamentada para escapar a la inseguridad. Y el custodio subjetivo de la regla es el miedo. Ahora bien, éste hace que seamos incapaces de querer lo real de la Idea. De ello se desprende una cuestión fundamental, saber cómo no ser un cobarde. Aquí se juega, en efecto, el poder del pensamiento. Entre 1920 y 1960 innumerables obras, novelescas y sobre todo cinematográficas, abordan esta cuestión. Tal vez la gran contribución de Norteamérica a la temática del siglo sea haber instalado en el corazón de su cine la cuestión de la genealogía del valor y la lucha íntima contra la cobardía. Esto hace del western, cuyo tema prácticamente único es esa lucha, un género sólido, moderno, que autorizó una cantidad excepcional de obras maestras.
La preocupación por el vínculo entre coraje e Idea ha perdido en nuestros días, sin duda, mucho de su vigor. En lo fundamental, para el siglo acabado, uno es cobarde cuando se queda donde está. El conservadurismo securitario es el único contenido de la cobardía corriente. Eso es exactamente lo que dice Álvaro de Campos: el obstáculo al devenir extático del "nosotros" furioso es la vida "pacífica" o "asentada". Ahora bien, lo que se glorifica en nuestros días es precisamente esa vida. Nada merece que nos apartemos de la cobardía corriente, y menos aún la Idea o el "nosotros", sobre los cuales nos apresuramos a declarar que no son sino "fantasmas totalitarios". Entonces, ocupémonos de nuestros asuntos y divirtámonos. Como decía Voltaire, uno de los más notables pensadores de la mediocridad humanitaria y venenoso enemigo de Rosseau, el hombre del valor: "Debemos cultivar nuestro jardín".

Alain Badiou (2000), El siglo, Buenos Aires, Manantial, 2005, pp. 159-160