Frente a la importancia del rito y la categoría, la posmodernidad enfatiza el valor del momento: la historia se aligera de peso en la identidad de los objetos o las personas; la tradición se fragiliza, el linaje es un ropaje gaseoso y el presente viene a ser prácticamente lo único sólido. Así, en Estados Unidos, nadie pregunta por el pasado de nadie sino por su inminente actualidad, ya sea a la hora del empleo, de la residencia o de la boda.
La posmodernidad, propia de la extensión de la democracia y su cultura de masas, llega acompañada de un descenso de nivel, una tendencia a la puerilización y un gusto creciente por lo más simple, como saben explotar especialmente los norteamericanos. La cultura moderna era compleja y elitista, pero la cultura posmoderna es inmediata y vulgar. La meditación, la filosofía fueron europeas pero el entretenimiento, el cine, la televisión, son típicamente norteamericanos. "Quienes están contra la televisión son los mismos que están contra Estados Unidos", decía Silvio Berlusconi en su campaña electoral a la presidencia italiana.
(...) La posmodernidad, como el capitalismo de ficción, tiende a la combinación, la superposición, el collage, y esto es justamente el mejor Estados Unidos. (...) No hay nada que juegue más alegremente con las ideas, la gestión del dinero, las culturas, las modas, que la superindustria de la comunicación y el entretenimiento norteamericana.
Vicente Verdú, El estilo del mundo. La vida en el capitalismo de ficción, Barcelona, Anagrama, 2003, pp. 34-36