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La superstición es, más que nada, un homenaje a los desconocido: la idea de que hay que pagar constantemente precios a las potencias ignoradas. Por eso tiramos sal por arriba del hombro, rodeamos escaleras, formamos cuernos, huimos de los gatos negros, manoteamos mamas: no se sabe a quién estamos obedeciendo, pero obedecemos. En eso se basa el invento, y nadie lo sabe mejor que nuestra madre Iglesia. Ayer salió en los diarios una queja curiosa: el Arzobispado de Buenos Aires había encargado una encuesta para medir el "crecimiento del pensamiento mágico" entre los jóvenes católicos. Y constataba con preocupación que dos tercios creían en la astrología, en la adivinación del futuro y en "magias y maleficios", y más de la mitad en la reencarnación y la comunicación con los muertos.
La Iglesia se preocupa, y es lógico: quiere tener la excusiva de la superstición -que el diccionario define como una "creencia en alguna influencia no explicable por la razón". La Iglesia de Roma les enseña a sus muchachos que su dios es uno pero tres al mismo tiempo, que su salvador nació de una virgen y resucitó cuando más le convino, que si se portan mal se irán al infierno, que un señor muerto y devenido santo puede, les puede conseguir trabajo, que una copa de vino es sangre de otro señor muerto que también es dios, que recitar unos versos mal rimados conquista el perdón por las trastadas, que lo que dice un polaco arruinado es verdad indudable y que hay muchas cosas que no se pueden preguntar porque la doctrina está llena de misterios que los mortales no deben entender, pero después se alarma de que crean en rarezas de la misma calaña. Saben, supongo, que no hay peor astilla que la del mismo palo, y se lanzan en santísima cruzada.

Martín Caparrós, "13" en Bingo, Buenos Aires, Norma, 2003