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En su libro Overthrow, publicado en 2006, Stephen Kinzer ‒antiguo corresponsal del New York Times‒ intenta llegar al fondo de lo que motivó a los políticos estadounidenses a ordenar y orquestar golpes de Estado en el extranjero durante el siglo pasado. Tras estudiar la implicación de Estados Unidos en operaciones de cambio de régimen desde Hawaii (1893) hasta Irak (2003), Kinzer ha observado que casi siempre se repite un proceso en tres fases. En primer lugar, una multinacional con sede en Estados Unidos se enfrenta a algún tipo de amenaza financiera a consecuencia de las acciones de un gobierno extranjero que exige a la empresa "que pague impuestos o que respete el derecho laboral o las leyes de protección ambiental. En ocasiones, la empresa se nacionaliza o bien se le exige que venda parte de sus terrenos o de sus bienes", explica Kinser. En segundo lugar, los políticos estadounidenses se enteran del contratiempo y lo reinterpretan como un ataque contra su país: "Transforman la motivación económica en política o geoestratégica. Dan por sentado que cualquier régimen que moleste o acose a una empresa norteamericana debe ser antiamericano, represivo, dictatorial y, probablemente, la herramienta de algún poder o interés extranjero que pretende debilitar a los Estados Unidos". La tercera frase se produce cuando los políticos tienen que vender la necesidad de la intervención a la opinión pública. En este punto, el asunto se convierte en una lucha forzada del bien contra el mal, "una oportunidad de liberar a una pobre nación oprimida de la brutalidad de un régimen que creemos dictatorial, porque ¿qué otro tipo de régimen importunaría a una empresa norteamericana?". En otras palabras, gran parte de la política exterior de Estados Unidos es un ejercicio de proyección en el que una reducidísima élite con intereses propios identifica sus necesidades y sus deseos con los del mundo entero.

Naomi Klein, La doctrina del shock, Barcelona, Paidós, 2007, pp. 412-413