# 17

Estamos en uno de esos momentos necios de la historia en que nadie tiene una buena idea sobre qué esperar del futuro, y entonces nos dedicamos a temerlo. El presente siempre es insatisfacción garantizada; me gustaría saber por qué, entonces, ciertos presentes producen futuros de esperanza y otros, futuros de terrores. Alguien podría pensar que la historia del mundo podría leerse a partir de esa dicotomía: las épocas que buscan su futuro, las que lo miran con espanto.
Supongo, provisoriamente, que nunca hay menos futuro que en los períodos que acaban de desechar uno –que recién tiraron: ahora mismo, sin ir más lejos, cuando los discursos sobre el futuro venturoso igualitario se han hecho trizas y todavía no aparecen los que deben reemplazarlos. Que aparecerán, más temprano que tarde: el futuro no se encuentra dentro de quince, veinte, cincuenta años; el futuro es una variable del presente, un relato sobre cómo ese presente se ve y se pretende –y la humanidad, en general, no ha sabido vivir sin alguna forma de futuro esplendoroso: el presente es demasiado duro como para soportarlo sin la promesa de otra cosa. Por eso creo que los períodos sin futuro –sin esperanza puesta en el futuro– duran menos que los otros y ahora, en buena parte del mundo, no hay promesa instalada y funcionando. Sí la hay en lugares como la China o la India o incluso Brasil, donde cientos de millones de personas están llegando al mercado y les parece extraordinario. No la hay en los lugares donde nadie llega o donde muchos llegaron hace tiempo y ya vieron que con eso no alcanza –y se desilusionan y se amargan y no consiguen nada que esperar: nosotros, tantos otros. Y estoy convencido de que en distintos lugares, en muy variadas situaciones, cantidad de personas imaginan o viven o buscan o descubren formas nuevas de pensar el futuro, de ilusionarse con los cambios posibles –o aparentemente imposibles todavía: están creando los futuros futuros.
Insisto: no creo que dure mucho, porque no sabemos vivir en estas condiciones. Y que, en algún tiempo –que pueden ser diez años, treinta años, cincuenta, lapsos espantosos–, cuando esas ideas se constituyan en la forma de pensar el mundo, algún memorioso va a recordar que los hombres de principios del siglo XXI estaban tan desanimados que incluso llegaron a suponer que, por primera vez en tanto tiempo, sus hijos vivirían menos que ellos. O quizá me equivoque como siempre y entonces, dentro de diez años, treinta, cincuenta años, alguien va a decir sí, recuerden, la decadencia final empezó cuando la esperanza de vida de los hijos se hizo más breve que la de sus padres. Son momentos que definen épocas y –por eso, supongo– no salen en los diarios.

Martín Caparrós, "Futuros del futuro" en Crítica, 11-03-2010