Su mirada perdida veía pasar muchedumbres, autos, espejismos.
-¿Saben lo que yo quisiera? -dijo de golpe-. Quisiera estar sentado en la vereda, en un bar de la Avenida de Mayo, tomando una cerveza.
Nos miramos con Pablo y creo que el mismo deseo nos unió a los tres: irse, dejar esto, volver -¿por qué no?- a esa vereda que tanto extrañaba Bibiano Acuña. Sólo que para nosotros habían pasado cuatro días, y para este correntino aporteñado que lustraba como una magia algunas palabras del lunfardo -laburo, poligriyo- habían pasado muchos años, borrando el recorrido de la línea de ómnibus en que fue chofer, inundando la cancha de San Lorenzo y ahogando a sus multitudes, agriando para siempre los tangos de la orquesa de D'Arienzo.
Nos volvíamos, nos íbamos ya sin nada que decirle, y todavía la voz cansada insistió con esa frase insólita:
-Buenos Aires, qué ciudad tan sagrada... -pero ya no hablaba con nosotros: los autos seguían desfilando, los tacos de una muchacha hacían sonar las baldosas, las vidrieras estaban llenas de billetes de lotería.
Cada uno elije el lugar, las circunstancias, las caras que extraña y que, en algún momento, se vuelven nostalgia intolerable: una vez cada diez días, término medio, un hombre o una mujer emprenden el camino de la fuga.
Rodolfo Walsh (1966), "La isla de los resucitados" en El violento oficio de escribir, Buenos Aires, De la Flor, 2008, p. 178