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No admito la objeción de que la ornamentación aumenta la alegría de un hombre culto, no admito el argumento que se oculta tras las palabras: «Pero si el ornamento es tan hermoso…!» A mí, y conmigo a todos los hombres cultivados, la ornamentación no me aumenta la alegría de vivir. Si quiero comer un trozo de pastel, elijo uno bien liso, y no uno decorado con un corazón o un niño en pañales o un jinete, completamente cubierto de ornamentos. El hombre del siglo XV no me comprendería. Pero todos los hombres modernos sí. El defensor de la ornamentación cree que mis ansias de simplicidad equivalen a una mortificación. ¡No, distinguido señor profesor de la escuela de artes industriales, no me mortifico! Así me gusta más. Los platos de épocas pasadas que lucen toda clase de ornamentos para hacer aparecer más apetitosos los pavos, faisanes y langostas me producen el efecto contrario. Me horrorizo cuando, al atravesar una exposición culinaria, pienso que se supone que comeré de esos animalitos rellenos. Yo como roast beef.

Adolf Loos (1908), "Ornamento y delito" en Ulrich Conrads, Programas y manifiestos de la arquitectura del siglo XX, Barcelona, Lumen, 1973, pp. 26-27