# 210

Estoy orgulloso de mi equipaje. Para una luna entera -entre quince grados bajo cero y cuarenta a la sombra-, un bolso de mano con un pulóver, 6 pares de medias, 6 camisetas negras, 2 pantalones negros, un par de alpargatas, un libro, un neceser, mi grabador, computadora, la cámara de fotos, sus pilas, sus enchufes. Es el kit mínimo posible, que me permite subir y bajar de los aviones sin perder el tiempo en despachar. Esa mañana toca pantalones limpios. Me pongo mi otro 501, el único modelo que usé en los diez últimos años; está nuevo y me da cierta tristeza: que esté nuevo ya me ofrece el placer que solía. Ahora sé que puedo comprarme los que quiera, y me da igual. Hace un tiempo, comprarlos era algo que tenía que pensar. Me apena que un objeto importante pierda su importancia, y de pronto me parece que entiendo a los ricos que se compran el reloj más caro o el avión más tremendo: no es sólo por darse el gusto de usarlos, no es sólo para mostrarles a los demás que pueden; debe ser, también, un objeto que respeten por el dinero que les ha sacado.

Martín Caparrós, Una luna, Barcelona, Anagrama, 2009, pp. 66-67