Rupturas de este tipo son repudiables, sin duda, en razón de elementales principios de justicia, que en todo caso exigirían el establecimiento de tratos diferenciales pero de tono exactamente opuesto a los hoy vigentes. Es decir, dichos principios exigirían políticas orientadas a ayudar especialmente a los que llegan a la vida social con mayores desventajas iniciales. Pero sobre todo, dichas rupturas resultan inaceptables por el modo en que ellas impiden que nos pongamos en el lugar del otro, que reconozcamos sus necesidades, que veamos como sensatos sus reclamos, que sepamos algo de la intensidad de sus padecimientos, que ganemos alguna idea de la dimensión y sentido de sus quejas, que sintamos sus sufrimientos como propios. Hoy la vida social se halla ordenada a partir de clases y sectores que ya no se encuentran en un mismo espacio –que no comparten ámbitos comunes. La vida está organizada, en cambio, a partir de grupos que tienen crecientes dificultades para reconocerse y entenderse mutuamente. Son grupos que hablan lenguajes diferentes y se alegran por cosas diferentes. Se relacionan con personas e instituciones diferentes. Esta es la base social de la moral dominante en la década pasada; la moral del triunfo, con desdén por las consecuencias. Esta es también, me aventuraría a señalar, la base social de las políticas y prácticas de las nuevas crueldades que hoy nos rodean.
Roberto Gargarella (2005), "Pegarle al abuelito" en Holy Fuck. Hablando de kirchnerismo con el recaudador de impuestos, Buenos Aires, Garrincha Club, 2011, pp. 128-129