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Gozar con la repetición de estructuras conocidas es placentero y tranquilizador. Se trata de un goce perfectamente legítimo tanto para las culturas populares como para las costumbres de las elites letradas. La repetición es una máquina de producir una felicidad apacible, donde el desorden semántico, ideológico o experiencial del mundo encuentra un reordenamiento final y remansos de restauración parcial del orden: los finales del folletín ponen las cosas en su lugar y eso les gusta incluso a los sujetos fractales y descentrados de la posmodernidad. No es necesario reiterar todos los días lo que ya ha sido dicho veinte veces a propósito del folletín, sólo para buscarle a la televisión antecedentes prestigiosos que verdaderamente ni pide ni necesita. Se trataría más bien de preguntarse si los efectos estéticos de la repetición televisiva evocan más la serialidad de Alejandro Dumas que la del con justicia olvidado Paul Feval. Quiero decir: en el folletín decimonónico estaban Dumas y Paul Feval. Sé bien quiénes podrían ser los Paul Feval de la televisión, pero resulta más complicado encontrar sus Dumas. Si esta comparación es improcedente, habría que pensar que la comparación entre televisión y folletín del siglo XIX tampoco está bien ajustada. Hasta Umberto Eco piensa que Balzac es más interesante que los autores de Dallas; y, en realidad, sólo quien no vio Dallas o no leyó a Balzac podría imaginar una demostración en sentido contrario.

Beatriz Sarlo (1994), Escenas de la vida posmoderna, 2ª ed., Buenos Aires, Seix Barral, 2006, pp. 65-66