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Así pues, y contra lo esperado, la Rusia soviética sobrevivió. Los bolcheviques extendieron su poder y lo conservaron, no sólo durante más tiempo del que había durado la Comuna de París de 1871 (como observó con orgullo y alivio Lenin una vez transcurridos dos meses y quince días), sino a lo largo de varios años de continuas crisis y catástrofes: la conquista de los alemanes y la dura paz que les impusieron, las secesiones regionales, la contrarrevolución, la guerra civil, la intervención armada extranjera, el hambre y el hundimiento económico. La única estrategia posible consistía en escoger, día a día, entre las decisiones que podían asegurar la supervivencia y las que podían llevar al desastre inmediato. ¿Quién iba a preocuparse de las consecuencias que pudieran tener para la revolución, a largo plazo, las decisiones que había que tomar en ese momento, cuando el hecho de no adoptarlas supondría liquidar la revolución y haría innecesario tener que analizar, en el futuro, cualquier posible consecuencia? Uno tras otro se dieron los pasos necesarios y cuando la nueva república soviética emergió de su agonía, se descubrió que conducían en una dirección muy distinta de la que había previsto Lenin en la estación de Finlandia.

Eric Hobsbawm (1994), Historia del siglo XX, Buenos Aires, Crítica, 2007, p. 71