Gradualmente, la desproporción entre la política interior y exterior de Ben Bella fue en aumento. El contraste se volvía cada vez más acusado: la imagen que Argelia ofrecía ante los ojos del mundo era la de un país revolucionario que llevaba a cabo una política valiente, dinámica y decidida, un país que apoyaba y daba refugio a todos los rebeldes y oprimidos de este mundo, que se erigía en el modelo a seguir por los continentes de color, que daba un ejemplo claro y seductor de cómo debían hacerse las cosas; mientras que en el interior del país imperaba el estancamiento más absoluto, los desocupados se conregaban en las plazas de todas las ciudades, no se invertía en nada, el analfabetismo era acuciante, la vieja burocracia, las fuerzas de la reacción y el fanatismo campaban por sus respetos y los gobernantes centraban toda su atención en las intrigas.
Este divorcio entre la política exterior y la interior, tan típico de los países del Tercer Mundo, nunca puede prolongarse demasiado. El país, su propio país, no tarda en devolverlo a la dura realidad, pues no puede soportar por mucho tiempo semejante política. No se puede permitir tamaño lujo y, además, ni siquiera está interesado en hacerlo.
Tal vez la desaparición de Ben Bella vaticine el fin de la época de los grandes líderes del Tercer Mundo, políticos cuyas figuras se han elevado de un modo muy visible por encima de la mísera vida cotidiana de su país, que han sido más guías espirituales de su pueblo que administradores de Estado.
Ryszard Kapuściński (1981), "Argelia se cubre el rostro", en La guerra del fútbol y otros reportajes, Buenos Aires, Anagrama, 2011, pp. 51-52