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De este modo, la burguesía permanecía dividida ideológicamente en una minoría cada vez mayor de librepensadores y una mayoría de creyentes, católicos, protestantes o judíos. No obstante, el nuevo hecho histórico fue el de que, de los dos sectores, el librepensador era infinitamente más dinámico y más eficaz. Aunque en términos puramente cuantitativos la religión seguía siendo muy fuerte (...), ya no era (por usar una analogía biológica) dominante, sino recesiva, y permanecería así hasta el día en que el mundo quedara transformado por la doble revolución. (...)
La prueba más evidente de esta decisiva victoria de la ideología secular sobre la religiosa es también su resultado más importante. Con las revoluciones norteamericana y francesa, las mayores transformaciones políticas y sociales fueron secularizadas. Los problemas de las revoluciones holandesa e inglesa de los siglos XVI y XVII todavía se habían discutido y combatido en el lenguaje tradicional del cristiano, ortodoxo, cismático o hereje. En las ideologías de la norteamericana y la francesa, el cristianismo es dejado aparte por primera vez en la historia. El lenguaje, el simbolismo, las costumbres de 1789 son puramente acristianos, si dejamos aparte algunos esfuerzos populares y arcaicos para crear cultos de santos y de mártires, análogos a los antiguos, en honor de los heroicos sans-culottes muertos. Esto era, de hecho, romano. Al mismo tiempo, el secularismo de la revolución demuestra la notable hegemonía política de la clase media liberal, que impuso sus particulares reformas ideológicas sobre un vastísimo movimiento de masas. Si el liderazgo intelectual de la Revolución francesa hubiera venido sólo de las masas que en realidad la hicieron, es inconcebible que su ideología no mostrara más señales de tradicionalismo de las que mostró.

Eric Hobsbawm (1962), La era de la revolución, Buenos Aires, Crítica, 2009, p. 225