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Las revoluciones burguesas, las del siglo XVIII, pasan rápidamente de éxito en éxito: tienen resultados dramáticos cada vez más excesivos: se diría que los hombres y las cosas están engarzados con brillantes de fuego: el éxtasis está a la orden del día. Pero estas revoluciones tienen vida corta; en un momento, han alcanzado su apogeo: y la sociedad sufre largo tiempo de una especie de "mal de cabellos", antes de saber asimilarse a sangre fría los resultados del período de luchas y agitaciones. Las revoluciones proletarias, al contrario, las del siglo XIX, buscan constantemente disputar consigo mismas, interrumpiendo en todo instante su propio curso, revisando las adquisiciones aparentes para retomarlas por la base, ridiculizando, con una profundidad despiadada, las imperfecciones, las debilidades y las miserias de sus primeras tentativas, parecen no destruir a su adversario sólo para permitirle tomar nuevas fuerzas al contacto del suelo y levantar enfrente de ellas fuerzas más gigantescas que nunca, retroceden siempre de nuevo ante la grandeza extraordinaria, pero mal definida de su propio fin, hasta que es creada la situación que hace imposible todo retorno hacia atrás y que las circunstancias mismas crean.

Karl Marx (1852), El XVIII brumario de Luis Bonaparte, Buenos Aires, Claridad, 2008, pp. 28-29