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Hubo el tiempo inmemorial del campesinado, que era un tiempo inmóvil o cíclico, un tiempo de labor y sacrificio, apenas compensado por el ritmo de las festividades. Hoy sufrimos el par del frenesí y el descanso total. Por una parte, la propaganda dice que todo cambia minuto a minuto, que no tenemos tiempo, que es preciso modernizarse a toda marcha, que vamos a perder el tren (el tren de Internet y la nueva economía, el tren del teléfono celular para todos, el tren de los accionistas innumerables, el tren de las stock options, el tren de los fondos de retiro, y no sigo). Por otra parte, ese alboroto disimula mal una especie de inmovilidad pasiva, indiferencia, perpetuación de lo que hay. El tiempo es entonces un tiempo sobre la cual la voluntad, individual o colectiva, no tiene ninguna influencia. Es una mixtura inaccesible de agitación y esterilidad: la paradoja de una febrilidad estancada.
La idea fuerte del siglo -aun cuando, como sucede a menudo en el momento de una invención, se manejó con torpeza y dogmatismo- debe seguir inspirándonos, al menos contra la temporalidad "modernizante" que anula toda subjetivación. Esta idea es que, si se quiere llegar a lo real del tiempo, es menester construirlo, y esa construcción sólo depende, en definitiva, del ciudadano puesto en erigirse en agente de los procedimientos de verdad. Alabaremos al siglo por haber llevado en su seno la propuesta época de una construcción integral del tiempo.

Alain Badiou (2000), El siglo, Buenos Aires, Manantial, 2005, p. 138