# 47

El gobierno de Reagan decidió salvar los bancos ayudándolos a "descubrir" millardos de dólares en activos insospechados hasta entonces. Esto se logró permitiendo a los bancos asignar a sus balances un valor más fornido del real sobre la base de su "fondo de comercio": las ganancias que esperaban obtener en el futuro. Pero, desde luego, los cambios sobre el papel no cambiaban la realidad: los bancos seguían obligados a pagar a sus depositantes más de lo que recibían de sus acreedores. (...) Reagan había impuesto una desregulación y, al permitir a los bancos invertir en nuevas y más aventuradas áreas ‒comprando bonos basura si era necesario‒, fomentó la esperanza de que unos beneficios más altos así obtenidos permitirían a los bancos salir del agujero en el que la Fed los había abandonado y alejarse de la insolvencia a cuyo borde estaban; y todo esto ¡sin ningún coste aparente para nadie! Desde luego, con procedimientos de contabilidad honrados, los bancos habrían tenido que disponer de reservas proporcionales a los nuevos riesgos que habían asumido, en consonancia con unas probabilidades más altas de fracaso; pero el objetivo no era una buena política económica, una contabilidad correcta ni unas prácticas crediticias ortodoxas, sino lograr un aplazamiento del día del juicio usando un reloj ajeno. Creyeron que si jugaban al juego de "la resurrección de la carne" ‒a base de préstamos de alto riesgo a intereses igualmente elevados‒ tendrían alguna posibilidad de supervivencia.
Entre la espada y la pared, esas cajas de ahorro comenzaron a lanzar créditos destinados al sector inmobiliario. (...) Los refugios fiscales proliferaron en el sector inmobiliario, y se levantaron inútiles torres de oficina en una ciudad tras otra. (...) Entonces, cuando arreciaba el torrente de críticas por la generosidad fiscal del gobierno de Reagan, éste cambió de rumbo con la reforma fiscal de 1986, que no sólo suprimió las enormes ventajas anteriormanete instauradas, sino que también puso severas restricciones a los refugios fiscales.
Tal como la ley fiscal de 1981 había alimentado el boom, la de 1986 aceleró la inevitable crisis. En cuanto se cerraron las ayudas fiscales, la burbuja inmobiliaria se pinchó. Los precios se debilitaron, las hipotecas no se pagaban y los ícaros que volaban hacia el sol se quedaron sin alas. (...) Hizo falta casi una década para que los errores cometidos a primeros de los ochenta ‒tipos de interés desorbitados, desregulación sin sentido y técnicas contables caprichosas‒ se manifestaran con tal evidencia que era imposible seguir aplazando los necesarios correctivos.

Joseph Stiglitz, Los felices noventa, Buenos Aires, Taurus, 2003, pp. 75-76