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Existen pocos casos en los que la sociología se parezca tanto a un psicoanálisis social como aquél en que se enfrenta a un objeto como el gusto, una de las apuestas más vitales de las luchas que tienen lugar en el campo de la clase dominante y en el campo de la producción cultural. No sólo porque el juicio del gusto sea la suprema manifestación del discernimiento que, reconciliando el entendimiento y la sensibilidad, el pedante que comprende sin sentir y el mundano que disfruta sin comprender, define al hombre consumado. No sólo porque todos los convencionalismos designen de antemano el proyecto de definir este indefinible como una manifestación evidente del filisteísmo: tanto el convencionalismo universitario que, desde Riegl y Wölfflin a Elie Faure y Henri Focillon, y desde los más académicos comentaristas de los clásicos a los semiólogos vanguardistas, impone una lectura formalista de la obra de arte, como el convencionalismo mundano que, al hacer del gusto uno de los índices más seguros de la verdadera nobleza, no puede concebir que se le relacione con cualquier otra cosa que no sea el gusto mismo.

Pierre Bourdieu (1979), La distinción. Criterios y bases sociales del gusto, Madrid, Taurus, 1988, p. 9