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Los dos términos, foto-recuerdo, están entrelazados, son intercambiables. Escuchemos a estas comadres: "¡Qué hermosos recuerdos os trae esto, qué hermosos recuerdos os traerá!". La fotografía sirve de recuerdo, y este servicio puede desempeñar un papel determinante, como el turismo moderno, que se prepara y realiza como expedición destinada a traer un botín de recuerdos, fotografías y tarjetas postales. Cabe preguntarse cuál es el objetivo profundo de estos viajes de vacaciones en los que se parte a admirar monumentos y paisajes que no se visitan en el propio país. El parisiene que ignora el Louvre, que no ha franqueado el pórtico de una iglesia y que no se desviará de su camino para contemplar París desde lo alto del Sacré-Coeur, no dejará de visitar una capilla de Florencia, recorrerá los museos, se agotará subiendo a los campaniles o a los jardines colgantes de Ravello. Se quiere verlo todo bien, y no tomar solamente fotos. Pero lo que se busca, lo que se ve es un universo que, al amparo del tiempo o al menos soportando victoriosamente su erosión, es ya de por sí recuerdo. Montañas eternas, islas de felicidad donde se refugian los multimillonarios, vedettes, "grandes escritores" y, sobre todo,  lugares y monumentos "históricos" reino de estatuas y columnas, campos eliseos de civilizaciones muertas... Es decir, reino de la muerte, donde la muerte está transfigurada en las ruinas, donde una especie de eternidad vibra en el aire, la del recuerdo transmitido de siglo en siglo. Por eso las guías y baedekers desprecian la industria y el trabajo de un país y presentan solamente su momia embalsamada en el seno de una inmóvil naturaleza. Lo que se llama el extranjero aparece finalmente con una extrañeza extrema, como algo fantasmal, acrecentado por la rareza de las costumbres y el idioma desconocido (que siempre es abundante cosecha de "recuerdos"). Y al igual que para los araicos lo extraño es un espíritu en potencia, y el mundo extraño de una frontera avanzada de la morada de los espíritus, el turista va como en un mundo poblado de espíritus. La cámara fotográfica enfundada en cuero es como su talismán que lleva en bandolera. Y para ciertos frenéticos, el turismo es una cabalgata entrecortada con múltiples paradas. No se mira al monumento, se le fotografía. Se retrata uno mismo al pie de los gigantes de piedra. La fotografía se convierte en el propio acto turístico, como si la emoción buscada sólo tuviera valor para el recuerdo futuro: la imagen en la película, rica de una potencia de recuerdo elevado al cuadrado.

Edgar Morin, El cine o el hombre imaginario, Seix Barral, Barcelona, 1972, p. 26-27