‒Cuando estés preparado, Orson ‒murmuró.
Y Orson empezó a destrozarlo todo. Crash. Bang. Crunch. Sillas que se convierten en astillas, botellas hechas pedazxos. Chanel Número Cinco, Joy, Cenizas de Magnolia y otros perfumes exóticos impregnaron la atmósfera y nos revelaron que el encargado de utilería era un devoto del realismo. Las cortinas de seda fueron rasgadas y quedaron colgando de sus soportes, fláccidas y derrotadas. ¡Crash! Más cristales, más espejos, más cuadros arrancados de las paredes... Y de repente Orson empezó a destruir la habitación con una sola mano, girando locamente sobre sí mismo para acabar con cualquier objeto que aún siguiera intacto. La otra mano estaba a su espalda oculta al ojo de la cámara, pero los que le observábamos desde los lados pudimos ver la sangre y el corte que cruzaba la mano escondida. Orson miró a su alrededor para asegurarse de que la destrucción se había desarrollado según el plan fijado, salió del decorado y se sentó cerca de la cámara. «Corten», dijo con voz tranquila. Estaba jadeando. El ayudante ya le había pedido un coche para llevarle al hospital y el médico que se que se encargó de coserle la herida le recriminó que hubiera seguido adelante con la escena, diciendo que si hubiese parado en cuanto notó que estaba herido habría perdido mucha menos sangre.
‒¿Sangre? ‒exclamó Orson‒. Tengo de sobras. Lo que me preocupaba era el perfume.
Joseph Cotten (1987), La vanidad te llevará a alguna parte, Barcelona, Parsifal Ediciones, 1992, pp. 64-65