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Y la obsesión de la mafia de pensar exclusivamente en categorías mafiosas tampoco ha salido de la nada; tiene profundas y trágicas raíces. El gran cataclismo de finales de los años veinte: la guerra mundial, octubre de 1917 y, después, la guerra civil y la hambruna les arrebataron padres y casas a millones de niños de Rusia. Aquellos millones de huérfanos, los bezprizornys, recorrían los caminos del país, ciudades y pueblos, en busca de comida y techo (con todo, no es lo mismo estar hambriento y sin casa en África o en Rusia; en Rusia, sin un rincón donde protegerse del frío, sobreviene la muerte por congelación). Muchos de los bezprizornys habían vivido del robo y la rapiña. Con el tiempo, parte de ellos engrosó las filas de NKVD, donde se volvieron instrumento de la represión estaliniana, y otros se convirtieron en ladrones profesionales que más tarde, en los lagers, fueron la mano derecha de los guardianes del NKVD a la hora de aterrorizar a los presos políticos. Es muy importante la escala de esta patología: con el paso del tiempo, los dos grupos llegaron a sumar millones de personas. Los abuelos de muchos mafiosos de hoy no eran otros que aquellos bezprizornys sin hogar y, a menudo, sin nombre. No era fácil romper con el pasado, hasta en muchos casos imposible. Quien una vez había entrado en conflicto con el poder, traspasaba su status de criminal a los hijos y a los nietos. En eso precisamente consiste lo específico de la sociedad postsoviética de la antigua URSS: en que allí no se trata de una delincuencia individual, sino de toda una clase criminal, con un origen y una tradición diferentes a los del resto de la sociedad. Cada una de las crisis ulteriores -la Segunda Guerra Mundial, las purgas que llegaron a continuación, la corrupción de la época de Brézhnev, el desmoronamiento de la URSS- han engrosado las filas de esta clase.

Ryszard Kapuściński (1993), El Imperio, Barcelona, Anagrama, 2007, pp. 215-216