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El nuevo presidente asumió el poder en condiciones sociales readicalmente diferentes de aquellas en las cuales había competido por él. La mayoría de la población estaba aterrorizada por la hiperinflación y clamaba a gritos por cualquier solución que la sacara del pantano sin fondo en que había parecido depositaria la ineficacia del gobierno de Alfonsín. Cualquier alianza sería buena, cualquier política merecería el apoyo, cualquier sufrimiento sería soportable si se cumplía esa condición, y si bien algunas disposiciones particulares podían carecer de un apoyo positivo, se demostraría en general que los argentinos querían creer y que estaban dispuestos a pasar por un disgusto temporario si podían llegar a la estabilidad tan ansiada. Menem comprendió todo esto, y en su discurso de asunción dijo cosas que no fueron totalmente comprendidas en su momento. Él, que meses antes había favorecido la polarización y la antinomia, sostuvo que la Argentina había estado dividida demasiado tiempo y era hora de que los argentinos se juntaran de nuevo.
A modo de implícita ejemplificación práctica de lo que estaba recomendando, salpicó su discurso con fragmentos de los más diversos autores: el liberal Eduardo Mallea, el peronista Leopoldo Marechal, el conservador anarquista Jorge Luis Borges, el liberal decimonónico Domingo Faustino Sarmiento, su enemigo "federalista" y dictatorial Juan Manuel de Rosas. Todos ellos aparecieron muertos, disecados en la oratoria monótona y fatigosa del nuevo presidente, mezclados con citas de políticos fundacionales de la Argentina del siglo XX como el radical Hipólito Yrigoyen y Juan Domingo Perón. Su discurso no era tanto una reunión y reconciliación de la Argentina como la enumeracón y el recuento de figuras difuntas, el equivalente retórico del "Altar de la patria" que el ministro José López Rega había planeado erigir quince años atrás, y que en esa época se había visto frustrado porque la reunión de cadáveres antagónicos todavía despertaba emociones antagónicas en la Argentina. Ahora, sin embargo, frente a una Argentina rendida y exhausta, desengañada de sus ilusiones y expectativas, cansada tanto de la revolución como de la contrarrevolución y agotada por el fracaso del experimento iluminista de Alfonsín, el Presidente podía pronunciar las viejas palabras antagónicas unas junto y contra otras, sin que su choque fuera más que literario y sin que nadie percibiera la involuntaria connotación fúnebre de un discurso que terminaba con la repetición por tres veces de la fórmula: "Argentina, levántate y anda".

Claudio Uriarte (1992), Almirante Cero, 2° Ed, Buenos Aires, Planeta, 2011, pp. 489-490