A modo de implícita ejemplificación práctica de lo que estaba recomendando, salpicó su discurso con fragmentos de los más diversos autores: el liberal Eduardo Mallea, el peronista Leopoldo Marechal, el conservador anarquista Jorge Luis Borges, el liberal decimonónico Domingo Faustino Sarmiento, su enemigo "federalista" y dictatorial Juan Manuel de Rosas. Todos ellos aparecieron muertos, disecados en la oratoria monótona y fatigosa del nuevo presidente, mezclados con citas de políticos fundacionales de la Argentina del siglo XX como el radical Hipólito Yrigoyen y Juan Domingo Perón. Su discurso no era tanto una reunión y reconciliación de la Argentina como la enumeracón y el recuento de figuras difuntas, el equivalente retórico del "Altar de la patria" que el ministro José López Rega había planeado erigir quince años atrás, y que en esa época se había visto frustrado porque la reunión de cadáveres antagónicos todavía despertaba emociones antagónicas en la Argentina. Ahora, sin embargo, frente a una Argentina rendida y exhausta, desengañada de sus ilusiones y expectativas, cansada tanto de la revolución como de la contrarrevolución y agotada por el fracaso del experimento iluminista de Alfonsín, el Presidente podía pronunciar las viejas palabras antagónicas unas junto y contra otras, sin que su choque fuera más que literario y sin que nadie percibiera la involuntaria connotación fúnebre de un discurso que terminaba con la repetición por tres veces de la fórmula: "Argentina, levántate y anda".
Claudio Uriarte (1992), Almirante Cero, 2° Ed, Buenos Aires, Planeta, 2011, pp. 489-490