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Cuando la Guerra Fría estaba en plena vigencia y la Unión Soviética se hallaba intacta, los habitantes del mundo podían elegir (al menos, en teoría) qué ideología querían consumir: había dos polos e infinidad de posiciones intermedias. Eso significaba que el capitalismo tenía que ganarse a sus consumidores: necesitaba ofrecer incentivos y necesitaba contar con un buen producto. El keynesianismo siempre fue una manifestación de esa necesidad de competencia del capitalismo. El presidente Roosevelt trajo el New Deal no sólo para tratar de solucionar la desesperación sembrada por la Gran Depresión, sino también para debilitar un poderoso movimiento de ciudadanos estadounidenses que, tras el salvaje golpe sufrido por el libre mercado desregulado, exigían un modelo económico diferente. Algunos de ellos proponían incluso uno radicalmente distinto: en las elecciones presidenciales de 1932, un millón de norteamericanos votaron a candidatos socialistas o comunistas. (...) Ése fue el contexto en el que los industriales norteamericanos aceptaron a regañadientes el New Deal de FDR. Había que limar las asperezas del mercado creando empleos en el sector público y garantizando que nadie pasase hambre: estaba en juego el futuro mismo del capitalismo. Durante la Guerra Fría, ningún país del mundo libre fue inmune a esa presión. En realidad, los logros del capitalismo de mediados de siglo (...), como las protecciones para los trabajadores, las pensiones, la sanidad pública y la ayuda estatal a los ciudadanos más pobres en Norteamérica, nacieron de la misma necesidad pragmática de realizar importantes concesiones ante la intimidante presencia de una poderosa izquierda.

Naomi Klein, La doctrina del shock, Barcelona, Paidós, 2007, pp. 337-338