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Sólo un gran obstáculo surgió en el camino de la conversión de los Estados Unidos en la potencia económica mundial que pronto sería: el conflicto entre el norte, industrial y granjero, y el sur, semicolonial. Mientras el norte se beneficiaba del capital, el trabajo y la técnica de Europa -y sobre todo de Inglaterra- como una economía independiente, el sur (que importaba pocos de aquellos recursos) era una economía típicamente dependiente de Inglaterra. Su fortuna al poder proporcionar a las fábricas de Lancashire casi todo el algodón que necesitaban perpetuaba su dependencia, lo mismo que la lana y la carne perpetuarían las de Australia y Argentina. El sur era partidario del libre cambio, lo que le permitía vender a Inglaterra y a su vez comprarle productos baratos; el norte, casi desde el principio (1816), protegía fuertemente a los industriales frente a cualquier extranjero -por ejemplo, el inglés- que pretendiera perjudicarlos. El norte y el sur competían por los territorios del oeste -éste para sus plantaciones de esclavos y el mantenimiento de su orgullo aristocrático; aquél para sus segadoras mecánicas y grandes mataderos-, pero hasta la construcción del ferrocarril transcontinental, el sur (...) dispuso de las mejores cartas para la partida económica. Hasta después de la guerra civil de 1861-1865 -que supondría, en efecto, la unificación de Norteamérica bajo el capitalismo nordista- no se asentó el futuro de la economía norteamericana.

Eric Hobsbawm (1962), La era de la revolución, Buenos Aires, Crítica, 2009, p. 184